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martes, 17 de junio de 2008

violencia y NADA DE PAZ SOCIAL

Por qué tanta violencia en Centro América?,
por Mónica Zalaquett

El Nuevo Diario | septiembre 4, 2006
En la última década las muertes por violencia en Centroamérica han aumentado pavorosamente, lo que demuestra que lejos de vivir en tiempos de “paz” asistimos a una nueva forma de guerra social con modalidades de enfrentamientos tan o más sanguinarias que las guerras políticas de las décadas pasadas.

Sólo entre enero y junio del presente año fueron asesinadas en El Salvador 1,830 personas, muchas de ellas mujeres y niños, con un promedio aproximado de diez personas diarias. En Guatemala la violencia registró un aumento de 402 víctimas en el primer semestre de 2006, respecto del mismo período del año anterior, con un total de dos mil 961 personas asesinadas, la inmensa mayoría con armas de fuego.

El organismo Casa Alianza, de Honduras, informó a su vez que desde 1989 a 2006 van asesinados tres mil 242 jóvenes, de los cuales 247 fueron víctimas en el primer semestre del presente año. También revela que en el 85 por ciento de los asesinatos fueron usadas armas de fuego de grueso calibre.

En Nicaragua, si bien la situación de la criminalidad no es tan grave como en el resto de Centroamérica, todas las formas de violencia han aumentado en los últimos años, en especial la violencia intrafamiliar y juvenil. La misma Policía ha reconocido que los datos policiales están muy por debajo de la realidad, y llama la atención en lo que va del año la frecuencia de asesinatos atroces contra mujeres, niños e incluso bebés cometidos por familiares.


Sobre este tema Jorge Sapoznikow, jefe de la División de Programas de Estado y Sociedad Civil del BID, afirma: “El problema de la violencia criminal que afecta a Latinoamérica no tiene su origen únicamente en la pobreza, sino en una compleja serie de circunstancias relacionadas con la inequidad y la distribución de los recursos”, y agrega que si bien no se ha podido mostrar estadísticamente la relación entre violencia y pobreza, sí hay datos que evidencian la relación entre violencia y desigualdad.

Esta afirmación no sólo es correcta, sino muy importante para desmentir las tesis de los gobernantes que defienden las políticas de mano dura en el área, cuya aplicación, lejos de tener resultados efectivos, ha provocado el agravamiento del problema. La tendencia a criminalizar la pobreza y estigmatizar a la juventud de escasos recursos ha sido desastrosa para la sociedad, pero conveniente para los gobiernos, en tanto permite culpar a las pandillas de las desgracias nacionales, justificar la represión y opacar el mal desempeño social y el negativo impacto de las llamadas políticas económicas de ajuste estructural.

Pero no basta que los bancos reconozcan que la violencia surge de las desigualdades extremas, sino que deberían explicar el origen de esas desigualdades. Los gobiernos y los organismos financieros deberían reconocer que el aumento de la violencia se relaciona también con políticas económicas que han propiciado el abandono de los sectores productivos, especialmente el agropecuario, para favorecer a los sectores de las finanzas y el comercio, y en particular al capital transnacional, lo que ha incidido en el aumento de desocupación, la emigración a las ciudades y la explosión de asentamientos urbanos miserables.

Deberían admitir, asimismo, que las dificultades impuestas por el ajuste estructural al desarrollo del sector productivo en nuestras naciones, junto con los procesos de privatización que alentaron la corrupción y minaron las instituciones públicas y privadas en la región, han estimulado el surgimiento de una economía ilegal basada en actividades que van desde el narcotráfico hasta la trata de personas, estrechamente vinculado también a grupos de poder en el área.

Por lo tanto, el esquema económico mundial, cuyas políticas son definidas por los organismos financieros multilaterales, y cuya aplicación es exigida a nuestras naciones sin medir repercusiones sociales ni costos humanos, tiene una evidente relación con el aumento de la violencia en el continente, y no debería ser un quebradero de cabeza para nadie reflexionar sobre sus causas.

Por otra parte, los estudios de los organismos financieros deberían analizar cómo las repercusiones sociales de las políticas económicas, y en particular el desempleo, han afectado las concepciones machistas imperantes en nuestras sociedades y el rígido esquema autoritario familiar predominante. Porque es una realidad que los cambios en los roles tradicionales de la mujer y el incremento del desempleo masculino han cuestionado las relaciones de poder en la familia y colocado a los hombres a la defensiva, exacerbando en ellos comportamientos violentos o autodestructivos.

Lo que el desempleo ha cuestionado es ni más ni menos que el rol autoritario del padre o jefe de familia, su prestigio como proveedor económico y su capacidad de mando, mientras se empuja a la mujer a convertirse en sostén del ingreso mensual o diario, en un tránsito apurado por las necesidades de sobrevivencia familiar.

En otras palabras, la mujer se ha “masculinizado”, empujada por la crisis económica y social, sin que al mismo tiempo el hombre se haya “feminizado”. La mujer ha tenido que ausentarse del hogar, sin que el hombre, por desocupado que esté, haya ocupado su lugar. La mujer ha debido desarrollar apuradamente destrezas laborales, aunque el hombre no haya hecho lo mismo en la vida doméstica.

El resultado es un incremento de la violencia intrafamiliar que repercute en la violencia juvenil, pues el movimiento de las pandillas, que se ha extendido rápidamente en las ciudades, argumenta a su favor una especie de reivindicación del machismo herido. Algo así como: “No tengo trabajo ni dinero, no tengo un lugar en la sociedad, pero me queda el recurso de la violencia para demostrar que soy un verdadero hombre.

Es evidente que esta situación se relaciona también conque el aumento del feminicidio en diversas naciones latinoamericanas, como Ciudad Juárez, en México, o en Guatemala, que aparece como una especie de “venganza” machista agazapada tras el marasmo delictivo en sociedades con altos índices de narcotráfico y criminalidad, lo que sumado a la histórica discriminación étnica ha convertido a las mujeres en víctimas masivas de estos odios sociales.

Esta convergencia entre la violencia intrafamiliar y juvenil se produce en un contexto latinoamericano que marca profundas desigualdades sociales. Estimaciones de Naciones Unidas señalaban que entre 1970 y 1980 había 50 millones de pobres e indigentes en América Latina, mientras que a fines de los 90 esta cifra se había triplicado, llegando a los 192 millones. La familia latinoamericana está sometida, por lo tanto, a grandes tensiones económicas, que a su vez promueven la tendencia estructural de género al abandono paterno y una multiplicidad de problemas sociales relacionados con éste, tales como el aumento del trabajo y la prostitución infantil, la violencia juvenil callejera, el tráfico de niños y el embarazo adolescente, así como el aumento e incluso la “legitimación social” de la corrupción y la criminalidad institucional.

Éstas son las causas más evidentes de la violencia intrafamiliar y la violencia juvenil callejera, relacionadas con la otra forma de violencia oculta y devastadora que aflige a nuestras sociedades, la violencia institucionalizada. Sería bastante ingenuo esperar que políticas de Estado que despojan a la gente de sus posibilidades de producción, empleo y sobrevivencia, y ponen en cuestión las mentalidades machistas predominantes, no generen como respuesta profundos descontentos, mayor criminalidad y violencia social.
La autora es Directora de Centro de Prevención de la Violencia (Ceprev).

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