Reflexión sobre la mentira del país que miente: Costa Rica, un país que conocerlo de verdad da pena. Si por ellos fuera se añadirían como un nuevo Estado-USA

CRICA Hipocrita

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Madrid, Madrid, Spain

viernes, 13 de junio de 2008

GUERRITA y PAZ SOCIAL: Batiburrillo de siglas e ideas

no extraña que el proceso de invención de la identidad nacional costarricense, verificado a partir del decenio de 1880, tuviera por eje, no la paz, sino la guerra contra Walker. Este resultado fue producto de que el discurso sobre el carácter pacífico de la sociedad era insuficiente para fundamentar en él la nueva identidad; indudablemente, los símbolos y tópicos militares constituían una base más apropiada. A esto contribuyó, además y de manera decisiva, que el énfasis en lo militar permitía vincular, estratégicamente, nacionalidad y masculinidad, unión que fue claramente materializada en la figura de un héroe de extracción popular: Juan Santamaría.

El tema de la paz sólo empezó a asociarse con la identidad nacional, de manera eficaz, a partir de las primeras décadas del siglo XX. Tal cambio parece haber obedecido a la influencia combinada de importantes transformaciones experimentadas por la sociedad costarricense. Ante todo, a partir de 1902, tras el final del período autoritario de Rafael Iglesias (1894-1902), el sistema político transitó hacia una democracia electoral, la cual sólo fue interrumpida por la breve dictadura de los Tinoco (1917-1919). En este marco, presionados por los compromisos hechos en campaña, los partidos en el gobierno empezaron a reorientar el gasto social en función de las obras públicas, la educación y la salud, al tiempo que disminuían el presupuesto dedicado a seguridad.

La reorientación del gasto público fue facilitada por la pérdida de prestigio de los militares, debido tanto a su asociación con las medidas represivas de la dictadura de los Tinoco, como a su pobre desempeño en la guerra de 1921 contra Panamá. En este contexto, una nueva generación de intelectuales radicales vinculados con actividades periodísticas y educativas, como Roberto Brenes Mesén, Joaquín García Monge, Carmen Lyra y Omar Dengo, empezaron a revalorar el discurso sobre la paz, en parte como una estrategia para reafirmar sus posiciones en la esfera pública y en el aparato estatal. No en vano uno de los más destacados miembros de ese círculo intelectual, el poeta ácrata José María Zeledón, al escribir la letra del himno nacional, invoca varias veces a la paz y sólo por excepción justifica trocar las herramientas por las armas.

Dos modificaciones en especial favorecieron que el nuevo énfasis en la paz se consolidara. Por un lado, en las primeras décadas del siglo XX se profundizó el proceso de feminización de la ocupación docente, a tal punto que, en 1915, ya el 70 por ciento de quienes impartían lecciones en primaria eran mujeres. Aunque son necesarios aún estudios más amplios sobre el tema, la evidencia disponible indica que maestras y profesoras fueron muy receptivas a un discurso que tendía a asociar paz e identidad nacional, en particular porque la primera configuración de tal identidad, en los decenios de 1880 y 1890, sólo incorporaba a las mujeres como madres de potenciales héroes al estilo de Santamaría.

Por otro lado, en el período indicado tanto los artesanos y obreros en las ciudades, como los pequeños y medianos productores de café en el campo, empezaron a desarrollar discursos en los que se vinculaba identidad nacional, democracia y justicia social. Tal asociación se consolidó en la década de 1930, en el contexto de la crisis económica mundial. Frente a la amenaza que supuso la fundación del Partido Comunista en 1931, se activó una corriente de catolicismo social que, tras crecer dentro del Partido Republicano Nacional, logró alcanzar la presidencia en 1940. Comunistas y políticos católicos, sin embargo, coincidían en algo esencial: la cuestión social debía ser enfrentada por vías legales e institucionales, coincidencia que fue la base de la alianza que pronto empezarían a forjar.

Si bien la polarizada lucha política del decenio de 1940 culminó en una guerra civil en 1948, el grupo vencedor, jefeado por José Figueres, desarrolló una política a tono con las tendencias históricas presentes en Costa Rica desde 1900: abolió el ejército (la cual era ya una institución en decadencia), facilitó la vuelta a la democracia electoral (ahora decisivamente reformada) y consolidó el papel del Estado como gestor clave de la paz social. En el período posterior 1950, el discurso sobre la paz fue estratégico para justificar la expansión del gasto social y, a la vez, para condenar los proyectos desestabilizadores de los adversarios políticos de Liberación Nacional y las protestas populares, en particular las lideradas por los comunistas.

A partir del decenio de1960, a medida que la estabilidad política tendió a consolidarse, la dicotomía en el uso del discurso sobre la paz se profundizó. Los principales medios de comunicación y otras organizaciones identificadas con los intereses patronales utilizaron tal énfasis para combatir el comunismo y, por extensión, las demandas y manifestaciones populares. En la otra orilla, intelectuales, sindicalistas y políticos, identificados con la estrategia de enfrentar los problemas sociales por vías institucionales, insistieron en que la justicia social, procurada mediante políticas públicas, era básica para legitimar la democracia y mantener la paz social.

Contradictorio como era, este doble énfasis fue forzado al máximo en la década de 1980 cuando, en el marco de la crisis económica de esa época, los principales medios de comunicación y sus aliados empresariales y políticos acogieron con entusiasmo los programas neoliberales de ajuste estructural. Al mismo tiempo, este frente profundamente conservador empezó a apoyar la estrategia de la administración Reagan para convertir a Costa Rica en un frente sur contra la Nicaragua sandinista. En tales circunstancias, y ante la absoluta irresponsabilidad de esos grupos dispuestos a lanzar a la sociedad costarricense a una aventura militar de impredecibles consecuencias, el gobierno de Luis Alberto Monge (1982-1986) logró, por vez primera, invocar de manera decisiva la paz como fundamento de la identidad nacional para declarar la neutralidad perpetua de Costa Rica en 1983. Este acto oficial fue ratificado por la multitudinaria marcha por la paz de mayo de 1984, que desbarató la estrategia guerrerista de los aliados de Reagan y despejó el camino para que, con base en el tópico de la paz, Óscar Arias Sánchez ganara la presidencia de Costa Rica y, desde esa posición, impulsara un plan de paz para pacificar a Centroamérica que le valió ser galardonado con el Premio Nóbel de la Paz en 1987.

De 1990 en adelante, el discurso sobre la paz volvió a experimentar una dicotomía fundamental, que enfrenta a intelectuales y políticos de izquierda, sindicalistas y otros líderes y organizaciones populares con los principales medios de comunicación, las cámaras empresariales y los políticos identificados con ellas. Para los primeros, la paz social está amenazada de muerte por las políticas neoliberales; para los segundos, quienes se lanzan a la calle a protestar contra las políticas privatizadoras y ahora también contra el TLC, al demostrar que no son pacíficos, no merecen siquiera llamarse costarricenses. Si Óscar Arias Sánchez (a diferencia de hace 20 años, hoy decididamente apoyado por el periódico La Nación) gana las elecciones presidenciales de febrero del 2006, podría resultar toda una ironía que la segunda administración del Nóbel de la Paz sea el escenario en que las fuerzas sociales que encarnan esos discursos antagónicos sobre la paz se enfrenten quizá de manera decisiva, y por medios dudosamente pacíficos.

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