lunes 7 de enero de 2008
Bananas y Limón
Estimados lectores, aquí viene la última parte de Costa Rica.
en el capítulo anterior se metieron algunos diablillos de imprenta. ya les sacamos a patadas.
De cualquier forma, siempre se le agradece las sugerencias sobre la ortografía, errores de estilo, etc...
Si quiere leer los capítulos anteriores o enviar el link del mailing automático a un amigo, entre en http/vochodiaries.blogspot.com
La carretera serpentea hacia abajo y a cada minuto siento que el aire se calienta un poco más, se hace más húmedo. Desciendo entre árboles grandes, muy frondosos, y el olor de flores tropicales invade el auto. Este es uno de estos momentos lindos de un viaje: escapé de la meseta central de Costa Rica, de la maraña de pueblos que rodean la capital y escapé también de la lluvia.
Ahora siento que el entorno me hace revivir. El camino sigue bajando por una cuesta empinada, de curvas anchas, hasta que el bosque desemboca en unos campos llenos de cultivos. Finalmente veo el cartel que anuncia Limón, el puerto en el Caribe, mi próximo destino. Estoy en la dirección correcta.
Había escuchado hablar mucho sobre la costa caribeña, sobre su belleza natural, su población negra, su comida y sus costumbres. Me encantan los lugares tropicales, calientes y húmedos, donde la vida pasa más lenta y hay abundancia de plantas y animales.
He bajado de una altura de dos mil metros al nivel de mar de un golpe. Me siento cansado, quizá la cantidad repentina de oxígeno me marea. Paro en una palapa, un puesto de madera y techo de palma, y como un plato de guacamole con un jugo de guanábana. Alrededor de la palapa veo las primeras plantaciones bananeras, el cultivo que tanto ha influido en la política de Centroamérica.
El plátano es una planta muy peculiar, fácilmente reconocible. Tiene grandes hojas con rasgaduras, y cuando uno la ve de cerca no parece que pertenezca a este planeta, más bien parece una mala hierba gigantesca. La cosa crece un año, pasa de ser un brote a ser un monstruo de cuatro metros, y produce un solo racimo de frutas (plátanos o bananos, según la variedad).
Cuando no se sujeta el tronco con una cuerda de nylon, simplemente se rompe por el peso de su propio racimo. Sin la intervención del hombre, el banano se echaría a perder. Pero, además, la fruta misma, una bomba compuesta de agua, nitrato y potasio, se ve altamente artificial: cuando uno la coloca en una fuente sobre la mesa no es fácil distinguir entre un banano de verdad y un ejemplar de plástico amarrillo. bananos son las frutas del capitalismo. Cuando se cayó el muro de Berlín, en noviembre de 1989, miles de ciudadanos de la entonces República Democrática de Alemania cruzaron la frontera no para comprar discos de rock, whisky escocés o revistas pornográficas, sino bananos. Cientos de personas se quedaban paradas en frente de las vidrieras, maravilladas; hacían colas en los supermercados y llenaban las cajuelas de sus Trabant con cajas de fruta.
Una misma fascinación por esta fruta se vivió un siglo atrás en la costa oriental de Estados Unidos. Un empresario estadounidense había descubierto la planta en Guatemala y pensó que podría ser un buen negocio. Fundó la United Fruit Company y compró grandes extensiones de tierra para sembrar. Los contenedores de banano llegaron a Nueva York y Boston y entraron en el mercado norteamericano bajo el nombre comercial de “Chiquita”. El banano es una fruta muy difícil de cosechar y más difícil aún de transportar, porque madura en tiempo récord y el mínimo golpe la echa a perder. Las multinacionales bananeras resuelven el problema cosechando la fruta cuando todavía este verde y dura; la transportan hasta el puerto de destino y allí la rocían con sustancias químicas para que madure rápidamente.
Uno se puede preguntar por qué esta fruta tan delicada llegó a tener tanto éxito, mucho más que otras frutas tropicales exquisitas como la papaya, la guanábana o el mango. Probablemente se deba a su forma curva y su color amarillo brillante, que la hacen un producto perfecto para el marketing. La banana es diseño; si no hubiese existido en la naturaleza seguro que la habrían inventado.
Para saciar el hambre en el occidente, las empresas como United Fruit o Dole plantaron miles de hectáreas en el oriente de América Central, donde encontraron el clima idóneo para la planta y unos gobiernos moldeables a sus intereses corporativos. Así fue que países como Guatemala, Honduras, Nicaragua y Costa Rica llegaron a ser conocidos como “repúblicas bananeras”. Si el apodo originalmente se refería al producto principal de exportación, rápidamente fue incluyendo otras características de estos países: inestabilidad política, corrupción, pobreza y un sistema de capitalismo feroz.
Cuando uno lee un poco sobre la historia de la industria del banano en estos países, entra en un relato sórdido de explotación de trabajadores, asesinatos de sindicalistas, contaminación ambiental y golpes de Estado promovidos por las compañías multinacionales y la CIA. Cuando se hace el balance de los beneficios de este cultivo y sus desventajas, el resultado es sin duda negativo, ya que no ayudó a desarrollar una economía regional: en vez de hacer un intercambio comercial entre ellos, los países centroamericanos se volvieron competidores del mercado de exportación.
Aquí, en el camino a Limón, las multinacionales están muy presentes. Camiones largos con contenedores vuelan sobre el asfalto rumbo al puerto. “Say yes to the best”, dice el eslogan de un contenedor de la empresa estadounidense Del Monte. Bobby Banana, el símbolo de Dole sonríe a los transeúntes. Pero sin duda el logotipo más conocido es el de Chiquita, una señorita con una canasta de frutas sobre la cabeza. Lleva un traje caribeño folklórico con mangas abullonadas y coloridas. La chiquita parece salida de un cabaret, es la caricatura de la mujer latina.
Las multinacionales bananeras ya no tienen la influencia de antes. Ya no tumban gobiernos (como hizo la United Fruit, en 1956, con el gobierno de Arbenz en Guatemala). Sus ganancias mermaron a causa de los estragos que causó en las plantaciones el huracán Mitch en 1998. Además, surgieron otros países productores con entrada preferencial en el mercado europeo. Costa Rica se vio obligada a aumentar las regulaciones laborales y medioambientales, así que los productores de banano ya no pueden dejar tiradas las bolsas rociadas con insecticidas para que terminen en los ríos. Entre los pueblos de Guapiles y Siquirres veo una planta recicladora de cuerdas de nylon.

Un poco más lejos hay un centro de investigación (su sigla en inglés es earth), dedicado al cultivo ecológico del banano.
Sin duda, Costa Rica es el país más ecologista de Centroamérica y probablemente de toda América Latina. Sus leyes obligan a preservar un mínimo de 20% de la superficie para parques naturales. Esta regulación seguramente ayuda a la economía del país, a través del llamado ecoturismo y de la exportación de productos orgánicos.
En La Cruz, en la barra del hotel de Koenie, conocí a un suizo que tiene una plantación ecológica de bananas por esta zona y guardé el papelito con su dirección (Rancho Tranquilo, se llama el lugar) en mi billetera. Queda sobre la costa de Talamanca, en una localidad que se llama Hone Creek. Consulto el mapa: debo seguir hasta Limón y de ahí bajar por la costa rumbo a Panamá.
La noche cae en Limón. Las casas, construidas sobre pilotines de madera, están pintadas de azul, rojo o verde. El centro es poco atractivo: hay zapaterías, almacenes, tiendas de electrónica y peluquerías con asientos antiguos; pero no hay ningún lugar acogedor, que invite a entrar, un restaurantito o un bar.
Es justamente la hora en que los habitantes salen de sus trabajos y se van a casa, o de compras, o se quedan charlando en la vereda. En su mayoría son negros grandotes de aspecto poco amigable.
En el muelle hay un buque crucero gigantesco cuyo tamaño y lujo contrasta con el pueblito de madera; parece una alberca olímpica flotante con tribunas y miles de reposeras en la cubierta. No es muy claro cuál es el atractivo de Limón para los pasajeros del crucero. Aquí no hay puestos de venta de camisetas, trajes de baño, corales o conchas; no hay ningún acuario marino con manta rayas o tiburones, no hay una sala de bingo. Lo único que Limón tiene de interesante es su condición de puerto de entrada a la costa de Talamanca.
Este no parece un pueblo para pasar la noche. Me compro una bolsa de palmitos frescos (que no saben para nada tan ricos como los enlatados en vinagre) y sigo las señalizaciones para ir a Puerto Viejo y Cahuita.
La región de Talamanca debe su nombre de una sierra baja paralela a la costa, un estribo de la cordillera central. El perfume del bosque, una mezcla de olor a moho y algo dulce, se funde con el del aire salado del mar. A través de las sombras de las palmeras distingo por primera vez las olas del Caribe iluminadas por la luna. Es un paisaje hermoso y es un gusto conducir por él de noche.
A mi lado izquierdo veo una barraca de madera y decido poner mi tienda de campaña aquí. Ya está demasiado oscuro para ir a buscar la casa del suizo y el Rancho Tranquilo. En la noche escucho grillos y el olisquear de los perros que dan vueltas alrededor de la carpa.
Cuando amanece y salgo de la tienda, veo un entorno muy diferente al que me imaginaba en la noche descifrando las sombras nocturnas. La barraca resulta ser una discoteca en decadencia, de la que solo queda una barra de bambú y unos taburetes. Estoy cerca de un camino de tierra que aparentemente conduce por entre un bosque hacia la playa. Hay un cartel de madera que me informa que esta es la entrada del Parque Nacional Cahuita. Cuando empiezo a caminar por el sendero escucho gritos de monos aulladores que juegan arriba de las palmeras. Unos cien metros más lejos, el camino de tierra termina en una bahía de película: arena blanca, un mar azul transparente, un cordón de palmeras.
Son apenas las diez pero ya hace calor y doy un clavado en el agua fría del mar. Ya refrescado, tomo el camino de vuelta, deshago la tienda y sigo hacia Hone Creek, donde vive el suizo.
Rancho Tranquilo
Christian Thommen no pone cara de sorpresa cuando abre la barrera que resguarda su propiedad. Parece que me estuviera esperando; él también me recuerda del hotel de Koenie. Es una de esas personas que tienen una tranquilidad y una seguridad innatas. En caso contrario, no creo que hubiera dejado la seguridad suiza atrás para migrar a Costa Rica y montar una casa en medio de la jungla.
La casa de Thommen es de madera, y tiene un techo en forma de pentágono. Me hace pasar dentro, donde su esposa nos invita un té con galletas. Son las cuatro de la tarde.
A primera vista, la plantación orgánica del suizo se ve muy desordenada. Árboles frutales, cacahuates, limoneros entre troncos caídos y hormigueros. Dispersos, unos plataneros solitarios.
El suizo agarra una hoja y la tira hacia abajo. La hoja está negra, seca y arrugada.
—Sigatoka negra —dice—. La plaga más común en bananos. Un hongo que afecta las hojas, de modo que ya no hay fotosíntesis y la fruta no se desarrolla. Las plantaciones son el lugar idóneo para que se propaguen los hongos: las plantas están muy cerca y el hongo pasa fácilmente de planta a planta. Debido al monocultivo, la tierra se agota y las plantas tienen menos defensas. Además, en una plantación no hay sombra.
En el terreno del suizo veo que la sombra no falta. Hay altos cedros y laureles cuyas hojas filtran los rayos del sol.
—El método de las compañías bananeras para atacar la sigatoka negra es bastante simple —cuenta Thommen—. Sobrevuelan las plantaciones con avionetas y rocían los bananos con pesticidas. El veneno termina en los ríos. Ahora hay más leyes ambientales para regularlo.
—¿Cuáles son los alternativas? —le pregunto.
—Para proteger una planta hay que hacerla más fuerte. La puedes hacer más resistente con un cóctel de microorganismos. Un fertilizante natural.
El suizo abre la tapa de un barril color azul.
—Aquí hay una mezcla a base de cabeza de pescado, bagazo y lactobacilos —me dice y me invita a oler la sopa, una oferta que debo reclinar.
—Otra forma es combinar cultivos que sean complementarios. Como ves, abajo de los bananos he sembrado cacahuate, que retiene el nitrógeno. Contra las plagas se pueden aplicar muchos pesticidas naturales: está el sulfato de cobre, el tabaco o algunos chiles. Los agricultores de Talamanca usan esos trucos hace décadas. Ellos, simplemente, no tienen dinero para productos químicos.
Llegamos a un pequeño arroyo que cruza por el terreno del suizo. Thommen corta una caña dulce cerca del agua, la corta con su machete, la pela y me la da a probar. La caña sacia mi sed, sabe un poco dulce. Estando en su jardín del Edén es fácil seguir el razonamiento del suizo. Vemos hormigas gigantes andando en fila sobre las cortezas, pájaros entre las copas de los árboles, mariposas rojas y color limón.
Me atrae esta forma de agricultura. A mí también me gustaría tener una huerta así, dispersa, aparentemente anárquica. Parece mucho menos aburrido que el trabajo en una plantación mecanizada, donde los agricultores se llaman “operadores”.
—¿Por qué no se vuelven todos agricultores orgánicos? —pregunto.
—Por razones de mercado —dice Thommen—. Cultivar la banana en forma orgánica requiere mucho más trabajo manual y tiempo. Es más artesanal: tienes que mezclar el abono orgánico, llevarlo a la huerta, rociarlo sobre la planta, buscar un camión que te lleve la cosecha... El pequeño agricultor no puede competir a nivel de precio con las grandes plantaciones, así que termina trabajando en ellas como obrero.
—Entonces las bananas orgánicas son un lujo...
—Absolutamente —dice Thommen—. En Occidente hay una gran demanda de fruta y la gente la quiere a un precio bajo. No les importa saber nada del proceso de producción, si esa banana linda ha sido rociada con químicos venenosos. Solo en ciertos nichos, en la comida de bebé, por ejemplo, quieren bananas orgánicas.
Thommen lo cuenta todo con desenfado. No me quiere vender nada, simplemente responde mis preguntas, siempre con un toque de ironía, mirándome con cara de “¿y tú viajaste desde tan lejos para enterarte de estas cosas?”.
Entra la noche, anunciada por los grillos y los mosquitos, y Thommen me lleva a una cabaña en la parte de atrás de su terreno. La cabaña tiene una barra de bambú con un foco desnudo. El suizo saca una botella de cerveza y pone un vinilo sobre el tocadiscos. De los dos parlantes colgados sale una música de guitarra y una voz profunda, melodiosa. Parece que el cantante estuviera aquí tocando. Suena familiar, como un blues pero más melódico. Algo caribeño, cubano.
—¿Quién es? —pregunto al suizo.
—Walter Ferguson, un cantante de calypso —contesta—. El calypso es oriundo de Jamaica y Trinidad. Quizás lo conoces por Harry Belafonte…
Yo siempre había pensado que el calypso era un ritmo bailable, para buques de crucero o los órganos eléctricos que venden en las jugueterías. Pero esta música suena desnuda, más parecida al blues, con la misma estructura y tono quejumbroso, excepto porque cada compás termina en una nota alta alegre o irónica.
En Talamanca, es la música de la población negra, que desciende de pescadores jamaiquinos que se quedaron aquí y trajeron sus costumbres.
—A mí me encanta esta música —dice Thommen—. Y Ferguson es uno de los mejores. O mejor dicho era. Creo que ya murió.
El cantante y el mar
La voz de Ferguson ha estado resonando en mi cabeza desde que dejé Rancho Tranquilo. Este calypso no era ninguna banda sonora de un crucero; sonaba como un viejo negro del Misisipi. Una música que va con el ambiente de esta costa, con sus casas de madera construidas sobre arroyos y pantanos. Casas de color rosa y pistacho con mujeres viejas sentadas en mecedoras afuera, en las galerías.
En Puerto Vargas me dijeron que vive en Manzanillo; en Hone Creek, que vive en Limón con su hija; en Puerto Viejo me dicen ahora que vivió aquí pero que ya falleció. Estoy recorriendo el camino costero de Talamanca y me mandan de aquí para allá. Los rumores son tan confiables como el viento caribeño.
En estos lugares colindantes con la única carretera que recorre la costa nadie parece estar enterado de lo que sucede en el próximo pueblo. Los habitantes solo salen de sus casas para ir a Limón y hacer compras o arreglar papeles. Hay pueblitos perdidos como Cahuita, en el medio del parque, conectados apenas por un camino de tierra. Empiezo a entender por qué nadie sabe nada sobre el destino de un cantante de folklore. Cahuita es un pueblito hermoso, cercado por una larga fila de palmeras y corales en el mar. Me dijeron que el calypsonian vive al final de la calle.
Es el propio Ferguson quien abre la puerta. Primero el mosquitero, luego el portoncito que da al jardín. Camina apoyándose en un bastón y parece tener dificultades para ver. Es un hombre de baja estatura con pelo rizado gris y grandes ojos saltones. Me invita a entrar y, sentado en su sillón, me cuenta su historia.
—Hace mucho tiempo que mi vista no es muy buena, pero desde que fui operado de los ojos medio año atrás sólo puedo ver luz y sombras.
Sol y sombra es el nombre del álbum que fue grabado hace un año para preservar la música de uno de los últimos cantantes de calypso. Walter “Gavitt” Ferguson me regala una copia. Le pregunto si quiere tocar un tema.
—Ya no tengo guitarra, boy.
—Tengo una en el auto.
—Hace medio año que no toco, pero podemos probar —dice Ferguson generosamente, así que salgo a buscar el instrumento que viajaba en el asiento trasero.
Mi guitarra es muy dura, una vieja Yamaha Folk con cuerdas de acero, y Ferguson apenas sabe dónde apoyar los dedos, pero rápidamente encuentra los trastes y saca una melodía. Su voz es grave, clara y pausada. Suena exactamente como el disco que escuché y, la verdad, me parte la cabeza de la emoción saber que estoy frente a un grande de la música. Quizás tengo el privilegio de ser el último que lo escuche cantar. Es un momento mágico.

—¿El calypso forma parte de la tradición musical de esta zona? —le pregunto.
—La verdad que no —dice el guitarrista octogenario—. En nuestra casa ni siquiera teníamos una radio. Yo aprendí el calypso por las canciones que cantaba mi madre y traté de traducir la melodía a un ukelele que teníamos en casa; luego la toqué en guitarra. La verdad es que yo mismo me lo enseñé. En los años cincuenta y sesenta había varios grupos por la zona que tocaban en fiestas y yo formé también uno. Tocábamos varios estilos, todo lo que se nos pedía: rumba, son cubano, guaracha, calypso y jazz. Tocábamos al otro lado de la frontera, en las islas de Bocas del Toro, en Panamá. Todo funcionaba bien hasta que mis músicos empezaron a pelearse entre ellos —se ríe el viejo calypsonian.
Lo que me gusta de este hombre es su humildad, su decoro de los viejos tiempos y su sentido de humor. Sus canciones parecen haber sido escritas desde la galería de su casa, con observaciones coloridas e irónicas, como las pinturas naif de Haití.
Le pregunto sobre “Babylon”, la canción que acaba de tocar.
—El reggae nunca me pareció nada especial. Nunca entendí muy bien de qué hablaban esos ganjamen. En esta canción les tomo el pelo de los rastafaris que rondan por aquí.
En este tema Ferguson canta que dobla la esquina de una calle oscura y se topa con un dreadlock que lo encara: “What you are doing in here? —Yes, you Babylon—, what you’re doing in here? If you’re trying to interfere, ai-guain to tear off your pants and your anderweer” (“Qué haces aquí —tú, Babylon—, qué haces aquí. Si te metes conmigo, te voy a sacar tu pantalón y tu calzón”). Es gracioso que Ferguson critique a la cultura reggae, que ahora es la música de moda en la costa caribeña; el calypso, en cambio, desaparece con su generación.
—Yo soy el último, según lo que sé, en Costa Rica —dice el cantante—. En Trinidad y Panamá quedan algunos músicos, y en Jamaica, por supuesto, también.
La música desapareció de la vida de este hombre. Su campo nunca lo ha dejado totalmente. Ser agricultor y cultivar cacao parece ser lo que más le gusta, aunque ya no visite tan frecuentemente sus tierras.
—Hace meses que fui a ver mi campo. La verdad es que ya no veo bien por dónde camino. Podría pisar una serpiente.
De repente entra la mujer de Ferguson y me da a entender que es tiempo para la siesta. Walter “Gavitt” le dice, y entonces me doy cuenta de que olvidé preguntar de dónde sacó su apodo. Ferguson se levanta y, arrastrando sus pies, desaparece detrás de una cortina.
En Babylon
No me aguanto la risa recordando la canción de Ferguson, en Puerto Viejo. Estoy sentado sobre un taburete comiendo una pata de pollo con arroz, cuando un rasta viene a molestarme. Primero me llama “maifren” (mi amigo), luego parece que quiere hipnotizar el pollo con su mirada fija, sugiriendo que comparta la comida con él. El rasta termina pidiéndome que le compre una cerveza, como si eso fuera lo mínimo que yo pudiera hacer luego de rechazarlo como comensal.
No sé mucho de los rastafaris y su filosofía. Según entiendo, consideran al ex dictador etíope Haile Selassie como un semidiós, ven al mundo moderno como esclavizante, igual que lo era Babilonia para el pueblo judío, y fuman arbustos enteros de marihuana.
Sin embargo, no veo demasiada profundidad espiritual en personajes como este. Los rastas que he visto por aquí son vagabundos o quieren vender cocaína.
Me saludan como si se reencontraran con una vieja alma gemela, como si intuitivamente supieran que yo soy, igual que ellos, una persona especial. Obviamente, me ven la cara de turista y quieren sacarme dinero. La pose rasta tiene algo de chantaje: si no les des nada eres un reaccionario, alguien que le da la espalda a Jah y a la naturaleza... eres un representante de Babylon.
Después de Cahuita, ya bastante cerca de la frontera con Panamá, paso nuevamente por Puerto Viejo. Es un lugar realmente lindo, muy turístico, con cabañas de madera y un camino que serpentea entre las palmeras y las rocas de la playa. Hay pizzerías y pequeños barcitos pintados en rojo, verde y amarillo, los colores de Jamaica. Las grandes olas que azotan la playa atraen surfistas de todo el mundo.
Un tipo inteligente abrió un camping estilo Tarzán cerca de la playa, con una casita en un árbol, hamacas, parrillas para cocinar el pescado fresco... Hay estanterías para dejar las tablas de surf. Pongo la tienda de campaña a unos metros de la orilla cerca de las rocas donde se observan los peces coloridos. Entro en el mar y me sumerjo en una especie de bañera artificial, hecha por corales que retienen el agua. Reclinado con la cabeza hacia atrás veo el cielo negro salpicado con estrellas. Apenas escucho el ruido de los mochileros por el viento que susurra entre las palmeras. Cuando regreso a mi tienda, procuro ubicarme justo en el medio, para evitar que me caiga un coco en la cabeza, y me deslizo en un sueño profundo.
Es difícil imaginarse en este paraíso terrenal, pero los lugareños, en su mayoría negros, no parecen muy felices o conformes; hay un rencor tangible en el aire. Me doy cuenta de ello al día siguiente, cuando en mi afán de saber más sobre la cultura negra en Costa Rica entablo una conversación con dos viejos que están charlando al lado de un bote de pescar.
Cuando les pregunto por su historia personal, me dicen:
—How many dollars you got for us, man?
—Nada de dólares, man.
—OK man, no money, no story! —espetan y me dan la espalda.
En el pequeño hotel Maritza, cerca de la playa, donde según me dijeron se organizan bailes y eventos culturales para la comunidad negra de Talamanca, también me ignoran. La chica en la recepción dice no tener tiempo para mis preguntas.
Irónicamente es un estadounidense, un joven estudiante que hay en el puesto de información turística en Puerto Viejo, quien me cuenta algo sobre la región:
—La comunidad negra está amargada por la situación económica. Hay mucho desempleo. Surgió el turismo, pero casualmente todos los hoteles y restaurantes son propiedad de extranjeros o gente de San José. Los negros trabajan como empleados.
Le pregunto si sabe cómo fue que llegó la población negra a Costa Rica.
—La costa de Talamanca originalmente estaba despoblada, hasta que llegaron unos pescadores jamaiquinos. Cazaban tortugas marinas, pues las podían agarrar fácilmente entre los arrecifes. Son ellos, los pescadores, quienes plantaron las palmeras. De Jamaica trajeron las semillas del árbol del pan, la yuca y la papaya. La migración aumentó cuando Costa Rica necesitaba trabajadores para la construcción del ferrocarril que va de San José a Limón. Eso fue al principio del siglo veinte. Muchos venían de Panamá, donde sus padres habían trabajado en la construcción del canal, y cuando se terminó el ferrocarril se quedaron aquí, trabajando como agricultores —me cuenta.
A los negros no los dejaban usar el mismo ferrocarril que ellos habían construido. En Costa Rica, un país predominante mestizo, hay un racismo muy fuerte.
—Es difícil que un lugareño le cuente a uno esos detalles. Hay, quizás, un tipo aquí, un guía local, que te querrá hablar. Lo encontrarás en el camino hacia Manzanillo, el último pueblo antes de Panamá. Se llama Sunny Boy.
Como sugiere su nombre, es un hombre radiante. Lo encuentro en la escalera más baja de su palafita (una casa sobre postes), observando la carretera. Tiene barba de patillas continua, un diente de oro y una mandíbula perfilada que lo hacen parecerse a Popeye el marino. Sunny Boy sí tiene ganas y tiempo de contarme su historia:
—Mi padre llegó a Costa Rica para trabajar en el ferrocarril. Meter las vías en el trópico es toda una faena —dice Sunny, como si él mismo hubiera acarreado los durmientes—. Los indios no aguantaban el trabajo y caían como moscas. Luego trajeron chinos, pero ellos murieron con la fiebre amarilla y la malaria. Entonces decidieron traer al hombre negro. Sunny Boy debe tener setenta y pico de años. Nació y vivió toda su vida en Talamanca, un enclave dentro de Costa Rica.
—Los negros debían quedarse en esta zona. No teníamos permiso de viajar al centro y el occidente del país. El tren era solo para blancos y mestizos.
Existió una especie de apartheid en este país, tan renombrado por sus logros progresistas, hasta los años sesenta, cuando Sunny Boy visitó por primera vez la capital.
—Tenía que ir al dentista —cuenta Sunny Boy como si fuera ayer—. Anduve un rato por San José, pero no me pareció la gran cosa. Regresé el mismo día. No nos perdimos de nada —dice con una sonrisa amplia. El septuagenario no siente resentimiento contra los costarricenses blancos.
—We all live peacefully together —dice en su inglés con acento jamaiquino.
Lo único que le da pena es ver cómo su cultura se está perdiendo, incluido el argot patois que la gente mastica por aquí.
—Hay solo una estación de radio en nuestro dialecto, ni siquiera hay una estación de televisión. Nuestros nietos solo hablan español —Sunny Boy endereza su gorra lavada y gastada con cara de preocupación—. El gobierno debería tomar acciones, porque si no… —ahora se queda pensando y mira hacia adelante— bueno, si no… esto va a desaparecer.
El “muchacho alegre” conlleva las mismas dudas de Walter Ferguson. No está enojado, ni lamenta nada; sólo siente una leve melancolía que comparte con todos los hombres viejos en el mundo: ¿qué demonios ha pasado con toda esa comida rica?
—Tenemos aquí unos platos exquisitos que los jóvenes ni siquiera conocen. Ellos van al almacén y compran platos preparados, embalados en plástico. Cuando llegues a Manzanillo —me dice—, deberías parar en la casa de la gorda Marva. Y prueba un pastel de carne picante, un patti; o un rice‘n beans con coco. O mejor, prueba un rundown: es un estofado con yuca, yam, pescado, chiles y fruta de árbol…

Puente sobre el Sixaola
El calor es tremendo cuando recorro el último tramo de carretera en Costa Rica. El camino de ripio corre entre pedazos de selva y plantaciones de banano. Hay pocas casas.
En el camino recojo unas personas que están haciendo dedo y llego al pueblito fronterizo de Guabito, justo al lado del río Sixaola.
El paso de la frontera a Panamá es un puente de ferrocarril angosto sobre el río, por el cual también cruzan peatones y vehículos. Estas vías seguramente fueron construidas para transportar cargas de banano. La gente va caminando entre los rieles con grandes bultos sobre la cabeza.
La funcionaria de migración que revisa mi pasaporte se da cuenta que la fecha de hoy, nueve de noviembre, coincide con mi día de nacimiento y me desea un feliz cumpleaños. Me hace reír y aprecio el gesto porque, aunque no le doy demasiada importancia a los cumpleaños, es uno de estos días que es mejor no pasar solo, sobre todo a tantos kilómetros de casa.
Hoy me levanté confuso y melancólico, el sol calentaba la carpa que había puesto en la playa en Manzanillo y me eché de cabeza en el agua para despertarme. Estuve ahí un rato, agarrándome a la soga de una lancha de pescador, anestesiado, pensando en mi ex, preguntándome si me habría enviado por lo menos un e-mail.
Al terminar, la funcionaria de migración además me desea un buen año. El cambista de dinero que está parado al lado de la ventanilla me da una palmada sobre la espalda.
El puente no es mucho más ancho que las vías del tren para el que fue construido. Cuando paso sobre él siento resbalar las gomas del auto, aunque están bien encajadas entre los rieles. Siento como si estuviera en un carrito de montaña rusa.
Los agentes de migración del lado panameño son tipos amables y relajados. Debo cambiar mis últimos colones por dólares, la moneda oficial de Panamá, y confío el dinero a un hombre apacible que me recuerda a Patrice Lumumba y parece ser un conocido de los agentes fronterizos. Aquí todos se conocen, tengan o no uniforme. Un vendedor de agua de coco fría, metida en bolsitas de plástico en una heladera, está observando el auto.
—Este es un Volkswagen, ¿verdad? —pregunta.
—Sí —dice el agente aduanero con quien acabo de llenar la ficha de importación temporaria—. Este no tiene radiador con agua, el motor se enfría con aire. ¿Y sabes por qué? Porque el escarabajo fue hecho para el desierto; fue utilizado por los nazis en la segunda guerra mundial.
Sobre su pasado nazi, el fabricante de este auto siempre fue muy discreto. Cuando sacaron los últimos modelos, la compañía editó un disco compacto interactivo y un libro de colección con la historia, pero hay un hueco de nueve años entre el diseño del modelo por Ferdinand Porsche, que data de 1936, y el momento en que las tropas británicas de ocupación en Alemania dieron la orden de construir veinte mil ejemplares del sedán, en 1945. ¿Qué pasó en todo ese tiempo, durante la guerra? El escarabajo, aparentemente, formó parte del cuerpo terrestre de Rommel en África. Probablemente demostró sus cualidades en las batallas entre los alemanes y los ingleses de Montgomery y quizás estos últimos se quedaron encantados por ese sencillo motor sin radiador.
en el capítulo anterior se metieron algunos diablillos de imprenta. ya les sacamos a patadas.
De cualquier forma, siempre se le agradece las sugerencias sobre la ortografía, errores de estilo, etc...
Si quiere leer los capítulos anteriores o enviar el link del mailing automático a un amigo, entre en http/vochodiaries.blogspot.com

Ahora siento que el entorno me hace revivir. El camino sigue bajando por una cuesta empinada, de curvas anchas, hasta que el bosque desemboca en unos campos llenos de cultivos. Finalmente veo el cartel que anuncia Limón, el puerto en el Caribe, mi próximo destino. Estoy en la dirección correcta.
Había escuchado hablar mucho sobre la costa caribeña, sobre su belleza natural, su población negra, su comida y sus costumbres. Me encantan los lugares tropicales, calientes y húmedos, donde la vida pasa más lenta y hay abundancia de plantas y animales.
He bajado de una altura de dos mil metros al nivel de mar de un golpe. Me siento cansado, quizá la cantidad repentina de oxígeno me marea. Paro en una palapa, un puesto de madera y techo de palma, y como un plato de guacamole con un jugo de guanábana. Alrededor de la palapa veo las primeras plantaciones bananeras, el cultivo que tanto ha influido en la política de Centroamérica.
El plátano es una planta muy peculiar, fácilmente reconocible. Tiene grandes hojas con rasgaduras, y cuando uno la ve de cerca no parece que pertenezca a este planeta, más bien parece una mala hierba gigantesca. La cosa crece un año, pasa de ser un brote a ser un monstruo de cuatro metros, y produce un solo racimo de frutas (plátanos o bananos, según la variedad).

Una misma fascinación por esta fruta se vivió un siglo atrás en la costa oriental de Estados Unidos. Un empresario estadounidense había descubierto la planta en Guatemala y pensó que podría ser un buen negocio. Fundó la United Fruit Company y compró grandes extensiones de tierra para sembrar. Los contenedores de banano llegaron a Nueva York y Boston y entraron en el mercado norteamericano bajo el nombre comercial de “Chiquita”. El banano es una fruta muy difícil de cosechar y más difícil aún de transportar, porque madura en tiempo récord y el mínimo golpe la echa a perder. Las multinacionales bananeras resuelven el problema cosechando la fruta cuando todavía este verde y dura; la transportan hasta el puerto de destino y allí la rocían con sustancias químicas para que madure rápidamente.
Uno se puede preguntar por qué esta fruta tan delicada llegó a tener tanto éxito, mucho más que otras frutas tropicales exquisitas como la papaya, la guanábana o el mango. Probablemente se deba a su forma curva y su color amarillo brillante, que la hacen un producto perfecto para el marketing. La banana es diseño; si no hubiese existido en la naturaleza seguro que la habrían inventado.
Para saciar el hambre en el occidente, las empresas como United Fruit o Dole plantaron miles de hectáreas en el oriente de América Central, donde encontraron el clima idóneo para la planta y unos gobiernos moldeables a sus intereses corporativos. Así fue que países como Guatemala, Honduras, Nicaragua y Costa Rica llegaron a ser conocidos como “repúblicas bananeras”. Si el apodo originalmente se refería al producto principal de exportación, rápidamente fue incluyendo otras características de estos países: inestabilidad política, corrupción, pobreza y un sistema de capitalismo feroz.
Cuando uno lee un poco sobre la historia de la industria del banano en estos países, entra en un relato sórdido de explotación de trabajadores, asesinatos de sindicalistas, contaminación ambiental y golpes de Estado promovidos por las compañías multinacionales y la CIA. Cuando se hace el balance de los beneficios de este cultivo y sus desventajas, el resultado es sin duda negativo, ya que no ayudó a desarrollar una economía regional: en vez de hacer un intercambio comercial entre ellos, los países centroamericanos se volvieron competidores del mercado de exportación.
Aquí, en el camino a Limón, las multinacionales están muy presentes. Camiones largos con contenedores vuelan sobre el asfalto rumbo al puerto. “Say yes to the best”, dice el eslogan de un contenedor de la empresa estadounidense Del Monte. Bobby Banana, el símbolo de Dole sonríe a los transeúntes. Pero sin duda el logotipo más conocido es el de Chiquita, una señorita con una canasta de frutas sobre la cabeza. Lleva un traje caribeño folklórico con mangas abullonadas y coloridas. La chiquita parece salida de un cabaret, es la caricatura de la mujer latina.


Un poco más lejos hay un centro de investigación (su sigla en inglés es earth), dedicado al cultivo ecológico del banano.
Sin duda, Costa Rica es el país más ecologista de Centroamérica y probablemente de toda América Latina. Sus leyes obligan a preservar un mínimo de 20% de la superficie para parques naturales. Esta regulación seguramente ayuda a la economía del país, a través del llamado ecoturismo y de la exportación de productos orgánicos.
En La Cruz, en la barra del hotel de Koenie, conocí a un suizo que tiene una plantación ecológica de bananas por esta zona y guardé el papelito con su dirección (Rancho Tranquilo, se llama el lugar) en mi billetera. Queda sobre la costa de Talamanca, en una localidad que se llama Hone Creek. Consulto el mapa: debo seguir hasta Limón y de ahí bajar por la costa rumbo a Panamá.
La noche cae en Limón. Las casas, construidas sobre pilotines de madera, están pintadas de azul, rojo o verde. El centro es poco atractivo: hay zapaterías, almacenes, tiendas de electrónica y peluquerías con asientos antiguos; pero no hay ningún lugar acogedor, que invite a entrar, un restaurantito o un bar.
Es justamente la hora en que los habitantes salen de sus trabajos y se van a casa, o de compras, o se quedan charlando en la vereda. En su mayoría son negros grandotes de aspecto poco amigable.
En el muelle hay un buque crucero gigantesco cuyo tamaño y lujo contrasta con el pueblito de madera; parece una alberca olímpica flotante con tribunas y miles de reposeras en la cubierta. No es muy claro cuál es el atractivo de Limón para los pasajeros del crucero. Aquí no hay puestos de venta de camisetas, trajes de baño, corales o conchas; no hay ningún acuario marino con manta rayas o tiburones, no hay una sala de bingo. Lo único que Limón tiene de interesante es su condición de puerto de entrada a la costa de Talamanca.
Este no parece un pueblo para pasar la noche. Me compro una bolsa de palmitos frescos (que no saben para nada tan ricos como los enlatados en vinagre) y sigo las señalizaciones para ir a Puerto Viejo y Cahuita.
La región de Talamanca debe su nombre de una sierra baja paralela a la costa, un estribo de la cordillera central. El perfume del bosque, una mezcla de olor a moho y algo dulce, se funde con el del aire salado del mar. A través de las sombras de las palmeras distingo por primera vez las olas del Caribe iluminadas por la luna. Es un paisaje hermoso y es un gusto conducir por él de noche.
A mi lado izquierdo veo una barraca de madera y decido poner mi tienda de campaña aquí. Ya está demasiado oscuro para ir a buscar la casa del suizo y el Rancho Tranquilo. En la noche escucho grillos y el olisquear de los perros que dan vueltas alrededor de la carpa.
Cuando amanece y salgo de la tienda, veo un entorno muy diferente al que me imaginaba en la noche descifrando las sombras nocturnas. La barraca resulta ser una discoteca en decadencia, de la que solo queda una barra de bambú y unos taburetes. Estoy cerca de un camino de tierra que aparentemente conduce por entre un bosque hacia la playa. Hay un cartel de madera que me informa que esta es la entrada del Parque Nacional Cahuita. Cuando empiezo a caminar por el sendero escucho gritos de monos aulladores que juegan arriba de las palmeras. Unos cien metros más lejos, el camino de tierra termina en una bahía de película: arena blanca, un mar azul transparente, un cordón de palmeras.
Son apenas las diez pero ya hace calor y doy un clavado en el agua fría del mar. Ya refrescado, tomo el camino de vuelta, deshago la tienda y sigo hacia Hone Creek, donde vive el suizo.
Rancho Tranquilo
Christian Thommen no pone cara de sorpresa cuando abre la barrera que resguarda su propiedad. Parece que me estuviera esperando; él también me recuerda del hotel de Koenie. Es una de esas personas que tienen una tranquilidad y una seguridad innatas. En caso contrario, no creo que hubiera dejado la seguridad suiza atrás para migrar a Costa Rica y montar una casa en medio de la jungla.
La casa de Thommen es de madera, y tiene un techo en forma de pentágono. Me hace pasar dentro, donde su esposa nos invita un té con galletas. Son las cuatro de la tarde.
A primera vista, la plantación orgánica del suizo se ve muy desordenada. Árboles frutales, cacahuates, limoneros entre troncos caídos y hormigueros. Dispersos, unos plataneros solitarios.
El suizo agarra una hoja y la tira hacia abajo. La hoja está negra, seca y arrugada.
—Sigatoka negra —dice—. La plaga más común en bananos. Un hongo que afecta las hojas, de modo que ya no hay fotosíntesis y la fruta no se desarrolla. Las plantaciones son el lugar idóneo para que se propaguen los hongos: las plantas están muy cerca y el hongo pasa fácilmente de planta a planta. Debido al monocultivo, la tierra se agota y las plantas tienen menos defensas. Además, en una plantación no hay sombra.
En el terreno del suizo veo que la sombra no falta. Hay altos cedros y laureles cuyas hojas filtran los rayos del sol.
—El método de las compañías bananeras para atacar la sigatoka negra es bastante simple —cuenta Thommen—. Sobrevuelan las plantaciones con avionetas y rocían los bananos con pesticidas. El veneno termina en los ríos. Ahora hay más leyes ambientales para regularlo.
—¿Cuáles son los alternativas? —le pregunto.
—Para proteger una planta hay que hacerla más fuerte. La puedes hacer más resistente con un cóctel de microorganismos. Un fertilizante natural.
El suizo abre la tapa de un barril color azul.
—Aquí hay una mezcla a base de cabeza de pescado, bagazo y lactobacilos —me dice y me invita a oler la sopa, una oferta que debo reclinar.
—Otra forma es combinar cultivos que sean complementarios. Como ves, abajo de los bananos he sembrado cacahuate, que retiene el nitrógeno. Contra las plagas se pueden aplicar muchos pesticidas naturales: está el sulfato de cobre, el tabaco o algunos chiles. Los agricultores de Talamanca usan esos trucos hace décadas. Ellos, simplemente, no tienen dinero para productos químicos.
Llegamos a un pequeño arroyo que cruza por el terreno del suizo. Thommen corta una caña dulce cerca del agua, la corta con su machete, la pela y me la da a probar. La caña sacia mi sed, sabe un poco dulce. Estando en su jardín del Edén es fácil seguir el razonamiento del suizo. Vemos hormigas gigantes andando en fila sobre las cortezas, pájaros entre las copas de los árboles, mariposas rojas y color limón.
Me atrae esta forma de agricultura. A mí también me gustaría tener una huerta así, dispersa, aparentemente anárquica. Parece mucho menos aburrido que el trabajo en una plantación mecanizada, donde los agricultores se llaman “operadores”.
—¿Por qué no se vuelven todos agricultores orgánicos? —pregunto.
—Por razones de mercado —dice Thommen—. Cultivar la banana en forma orgánica requiere mucho más trabajo manual y tiempo. Es más artesanal: tienes que mezclar el abono orgánico, llevarlo a la huerta, rociarlo sobre la planta, buscar un camión que te lleve la cosecha... El pequeño agricultor no puede competir a nivel de precio con las grandes plantaciones, así que termina trabajando en ellas como obrero.
—Entonces las bananas orgánicas son un lujo...
—Absolutamente —dice Thommen—. En Occidente hay una gran demanda de fruta y la gente la quiere a un precio bajo. No les importa saber nada del proceso de producción, si esa banana linda ha sido rociada con químicos venenosos. Solo en ciertos nichos, en la comida de bebé, por ejemplo, quieren bananas orgánicas.
Thommen lo cuenta todo con desenfado. No me quiere vender nada, simplemente responde mis preguntas, siempre con un toque de ironía, mirándome con cara de “¿y tú viajaste desde tan lejos para enterarte de estas cosas?”.
Entra la noche, anunciada por los grillos y los mosquitos, y Thommen me lleva a una cabaña en la parte de atrás de su terreno. La cabaña tiene una barra de bambú con un foco desnudo. El suizo saca una botella de cerveza y pone un vinilo sobre el tocadiscos. De los dos parlantes colgados sale una música de guitarra y una voz profunda, melodiosa. Parece que el cantante estuviera aquí tocando. Suena familiar, como un blues pero más melódico. Algo caribeño, cubano.
—¿Quién es? —pregunto al suizo.
—Walter Ferguson, un cantante de calypso —contesta—. El calypso es oriundo de Jamaica y Trinidad. Quizás lo conoces por Harry Belafonte…
Yo siempre había pensado que el calypso era un ritmo bailable, para buques de crucero o los órganos eléctricos que venden en las jugueterías. Pero esta música suena desnuda, más parecida al blues, con la misma estructura y tono quejumbroso, excepto porque cada compás termina en una nota alta alegre o irónica.
En Talamanca, es la música de la población negra, que desciende de pescadores jamaiquinos que se quedaron aquí y trajeron sus costumbres.
—A mí me encanta esta música —dice Thommen—. Y Ferguson es uno de los mejores. O mejor dicho era. Creo que ya murió.
El cantante y el mar
La voz de Ferguson ha estado resonando en mi cabeza desde que dejé Rancho Tranquilo. Este calypso no era ninguna banda sonora de un crucero; sonaba como un viejo negro del Misisipi. Una música que va con el ambiente de esta costa, con sus casas de madera construidas sobre arroyos y pantanos. Casas de color rosa y pistacho con mujeres viejas sentadas en mecedoras afuera, en las galerías.
En Puerto Vargas me dijeron que vive en Manzanillo; en Hone Creek, que vive en Limón con su hija; en Puerto Viejo me dicen ahora que vivió aquí pero que ya falleció. Estoy recorriendo el camino costero de Talamanca y me mandan de aquí para allá. Los rumores son tan confiables como el viento caribeño.
En estos lugares colindantes con la única carretera que recorre la costa nadie parece estar enterado de lo que sucede en el próximo pueblo. Los habitantes solo salen de sus casas para ir a Limón y hacer compras o arreglar papeles. Hay pueblitos perdidos como Cahuita, en el medio del parque, conectados apenas por un camino de tierra. Empiezo a entender por qué nadie sabe nada sobre el destino de un cantante de folklore. Cahuita es un pueblito hermoso, cercado por una larga fila de palmeras y corales en el mar. Me dijeron que el calypsonian vive al final de la calle.
Es el propio Ferguson quien abre la puerta. Primero el mosquitero, luego el portoncito que da al jardín. Camina apoyándose en un bastón y parece tener dificultades para ver. Es un hombre de baja estatura con pelo rizado gris y grandes ojos saltones. Me invita a entrar y, sentado en su sillón, me cuenta su historia.
—Hace mucho tiempo que mi vista no es muy buena, pero desde que fui operado de los ojos medio año atrás sólo puedo ver luz y sombras.
Sol y sombra es el nombre del álbum que fue grabado hace un año para preservar la música de uno de los últimos cantantes de calypso. Walter “Gavitt” Ferguson me regala una copia. Le pregunto si quiere tocar un tema.
—Ya no tengo guitarra, boy.
—Tengo una en el auto.
—Hace medio año que no toco, pero podemos probar —dice Ferguson generosamente, así que salgo a buscar el instrumento que viajaba en el asiento trasero.
Mi guitarra es muy dura, una vieja Yamaha Folk con cuerdas de acero, y Ferguson apenas sabe dónde apoyar los dedos, pero rápidamente encuentra los trastes y saca una melodía. Su voz es grave, clara y pausada. Suena exactamente como el disco que escuché y, la verdad, me parte la cabeza de la emoción saber que estoy frente a un grande de la música. Quizás tengo el privilegio de ser el último que lo escuche cantar. Es un momento mágico.

—¿El calypso forma parte de la tradición musical de esta zona? —le pregunto.
—La verdad que no —dice el guitarrista octogenario—. En nuestra casa ni siquiera teníamos una radio. Yo aprendí el calypso por las canciones que cantaba mi madre y traté de traducir la melodía a un ukelele que teníamos en casa; luego la toqué en guitarra. La verdad es que yo mismo me lo enseñé. En los años cincuenta y sesenta había varios grupos por la zona que tocaban en fiestas y yo formé también uno. Tocábamos varios estilos, todo lo que se nos pedía: rumba, son cubano, guaracha, calypso y jazz. Tocábamos al otro lado de la frontera, en las islas de Bocas del Toro, en Panamá. Todo funcionaba bien hasta que mis músicos empezaron a pelearse entre ellos —se ríe el viejo calypsonian.
Lo que me gusta de este hombre es su humildad, su decoro de los viejos tiempos y su sentido de humor. Sus canciones parecen haber sido escritas desde la galería de su casa, con observaciones coloridas e irónicas, como las pinturas naif de Haití.
Le pregunto sobre “Babylon”, la canción que acaba de tocar.
—El reggae nunca me pareció nada especial. Nunca entendí muy bien de qué hablaban esos ganjamen. En esta canción les tomo el pelo de los rastafaris que rondan por aquí.
En este tema Ferguson canta que dobla la esquina de una calle oscura y se topa con un dreadlock que lo encara: “What you are doing in here? —Yes, you Babylon—, what you’re doing in here? If you’re trying to interfere, ai-guain to tear off your pants and your anderweer” (“Qué haces aquí —tú, Babylon—, qué haces aquí. Si te metes conmigo, te voy a sacar tu pantalón y tu calzón”). Es gracioso que Ferguson critique a la cultura reggae, que ahora es la música de moda en la costa caribeña; el calypso, en cambio, desaparece con su generación.
—Yo soy el último, según lo que sé, en Costa Rica —dice el cantante—. En Trinidad y Panamá quedan algunos músicos, y en Jamaica, por supuesto, también.
La música desapareció de la vida de este hombre. Su campo nunca lo ha dejado totalmente. Ser agricultor y cultivar cacao parece ser lo que más le gusta, aunque ya no visite tan frecuentemente sus tierras.
—Hace meses que fui a ver mi campo. La verdad es que ya no veo bien por dónde camino. Podría pisar una serpiente.
De repente entra la mujer de Ferguson y me da a entender que es tiempo para la siesta. Walter “Gavitt” le dice, y entonces me doy cuenta de que olvidé preguntar de dónde sacó su apodo. Ferguson se levanta y, arrastrando sus pies, desaparece detrás de una cortina.
En Babylon
No me aguanto la risa recordando la canción de Ferguson, en Puerto Viejo. Estoy sentado sobre un taburete comiendo una pata de pollo con arroz, cuando un rasta viene a molestarme. Primero me llama “maifren” (mi amigo), luego parece que quiere hipnotizar el pollo con su mirada fija, sugiriendo que comparta la comida con él. El rasta termina pidiéndome que le compre una cerveza, como si eso fuera lo mínimo que yo pudiera hacer luego de rechazarlo como comensal.
No sé mucho de los rastafaris y su filosofía. Según entiendo, consideran al ex dictador etíope Haile Selassie como un semidiós, ven al mundo moderno como esclavizante, igual que lo era Babilonia para el pueblo judío, y fuman arbustos enteros de marihuana.
Sin embargo, no veo demasiada profundidad espiritual en personajes como este. Los rastas que he visto por aquí son vagabundos o quieren vender cocaína.
Me saludan como si se reencontraran con una vieja alma gemela, como si intuitivamente supieran que yo soy, igual que ellos, una persona especial. Obviamente, me ven la cara de turista y quieren sacarme dinero. La pose rasta tiene algo de chantaje: si no les des nada eres un reaccionario, alguien que le da la espalda a Jah y a la naturaleza... eres un representante de Babylon.
Después de Cahuita, ya bastante cerca de la frontera con Panamá, paso nuevamente por Puerto Viejo. Es un lugar realmente lindo, muy turístico, con cabañas de madera y un camino que serpentea entre las palmeras y las rocas de la playa. Hay pizzerías y pequeños barcitos pintados en rojo, verde y amarillo, los colores de Jamaica. Las grandes olas que azotan la playa atraen surfistas de todo el mundo.
Un tipo inteligente abrió un camping estilo Tarzán cerca de la playa, con una casita en un árbol, hamacas, parrillas para cocinar el pescado fresco... Hay estanterías para dejar las tablas de surf. Pongo la tienda de campaña a unos metros de la orilla cerca de las rocas donde se observan los peces coloridos. Entro en el mar y me sumerjo en una especie de bañera artificial, hecha por corales que retienen el agua. Reclinado con la cabeza hacia atrás veo el cielo negro salpicado con estrellas. Apenas escucho el ruido de los mochileros por el viento que susurra entre las palmeras. Cuando regreso a mi tienda, procuro ubicarme justo en el medio, para evitar que me caiga un coco en la cabeza, y me deslizo en un sueño profundo.
Es difícil imaginarse en este paraíso terrenal, pero los lugareños, en su mayoría negros, no parecen muy felices o conformes; hay un rencor tangible en el aire. Me doy cuenta de ello al día siguiente, cuando en mi afán de saber más sobre la cultura negra en Costa Rica entablo una conversación con dos viejos que están charlando al lado de un bote de pescar.
Cuando les pregunto por su historia personal, me dicen:
—How many dollars you got for us, man?
—Nada de dólares, man.
—OK man, no money, no story! —espetan y me dan la espalda.
En el pequeño hotel Maritza, cerca de la playa, donde según me dijeron se organizan bailes y eventos culturales para la comunidad negra de Talamanca, también me ignoran. La chica en la recepción dice no tener tiempo para mis preguntas.
Irónicamente es un estadounidense, un joven estudiante que hay en el puesto de información turística en Puerto Viejo, quien me cuenta algo sobre la región:
—La comunidad negra está amargada por la situación económica. Hay mucho desempleo. Surgió el turismo, pero casualmente todos los hoteles y restaurantes son propiedad de extranjeros o gente de San José. Los negros trabajan como empleados.
Le pregunto si sabe cómo fue que llegó la población negra a Costa Rica.
—La costa de Talamanca originalmente estaba despoblada, hasta que llegaron unos pescadores jamaiquinos. Cazaban tortugas marinas, pues las podían agarrar fácilmente entre los arrecifes. Son ellos, los pescadores, quienes plantaron las palmeras. De Jamaica trajeron las semillas del árbol del pan, la yuca y la papaya. La migración aumentó cuando Costa Rica necesitaba trabajadores para la construcción del ferrocarril que va de San José a Limón. Eso fue al principio del siglo veinte. Muchos venían de Panamá, donde sus padres habían trabajado en la construcción del canal, y cuando se terminó el ferrocarril se quedaron aquí, trabajando como agricultores —me cuenta.
A los negros no los dejaban usar el mismo ferrocarril que ellos habían construido. En Costa Rica, un país predominante mestizo, hay un racismo muy fuerte.
—Es difícil que un lugareño le cuente a uno esos detalles. Hay, quizás, un tipo aquí, un guía local, que te querrá hablar. Lo encontrarás en el camino hacia Manzanillo, el último pueblo antes de Panamá. Se llama Sunny Boy.
Como sugiere su nombre, es un hombre radiante. Lo encuentro en la escalera más baja de su palafita (una casa sobre postes), observando la carretera. Tiene barba de patillas continua, un diente de oro y una mandíbula perfilada que lo hacen parecerse a Popeye el marino. Sunny Boy sí tiene ganas y tiempo de contarme su historia:
—Mi padre llegó a Costa Rica para trabajar en el ferrocarril. Meter las vías en el trópico es toda una faena —dice Sunny, como si él mismo hubiera acarreado los durmientes—. Los indios no aguantaban el trabajo y caían como moscas. Luego trajeron chinos, pero ellos murieron con la fiebre amarilla y la malaria. Entonces decidieron traer al hombre negro. Sunny Boy debe tener setenta y pico de años. Nació y vivió toda su vida en Talamanca, un enclave dentro de Costa Rica.
—Los negros debían quedarse en esta zona. No teníamos permiso de viajar al centro y el occidente del país. El tren era solo para blancos y mestizos.
Existió una especie de apartheid en este país, tan renombrado por sus logros progresistas, hasta los años sesenta, cuando Sunny Boy visitó por primera vez la capital.
—Tenía que ir al dentista —cuenta Sunny Boy como si fuera ayer—. Anduve un rato por San José, pero no me pareció la gran cosa. Regresé el mismo día. No nos perdimos de nada —dice con una sonrisa amplia. El septuagenario no siente resentimiento contra los costarricenses blancos.
—We all live peacefully together —dice en su inglés con acento jamaiquino.
Lo único que le da pena es ver cómo su cultura se está perdiendo, incluido el argot patois que la gente mastica por aquí.
—Hay solo una estación de radio en nuestro dialecto, ni siquiera hay una estación de televisión. Nuestros nietos solo hablan español —Sunny Boy endereza su gorra lavada y gastada con cara de preocupación—. El gobierno debería tomar acciones, porque si no… —ahora se queda pensando y mira hacia adelante— bueno, si no… esto va a desaparecer.
El “muchacho alegre” conlleva las mismas dudas de Walter Ferguson. No está enojado, ni lamenta nada; sólo siente una leve melancolía que comparte con todos los hombres viejos en el mundo: ¿qué demonios ha pasado con toda esa comida rica?
—Tenemos aquí unos platos exquisitos que los jóvenes ni siquiera conocen. Ellos van al almacén y compran platos preparados, embalados en plástico. Cuando llegues a Manzanillo —me dice—, deberías parar en la casa de la gorda Marva. Y prueba un pastel de carne picante, un patti; o un rice‘n beans con coco. O mejor, prueba un rundown: es un estofado con yuca, yam, pescado, chiles y fruta de árbol…

Puente sobre el Sixaola
El calor es tremendo cuando recorro el último tramo de carretera en Costa Rica. El camino de ripio corre entre pedazos de selva y plantaciones de banano. Hay pocas casas.
En el camino recojo unas personas que están haciendo dedo y llego al pueblito fronterizo de Guabito, justo al lado del río Sixaola.
El paso de la frontera a Panamá es un puente de ferrocarril angosto sobre el río, por el cual también cruzan peatones y vehículos. Estas vías seguramente fueron construidas para transportar cargas de banano. La gente va caminando entre los rieles con grandes bultos sobre la cabeza.
La funcionaria de migración que revisa mi pasaporte se da cuenta que la fecha de hoy, nueve de noviembre, coincide con mi día de nacimiento y me desea un feliz cumpleaños. Me hace reír y aprecio el gesto porque, aunque no le doy demasiada importancia a los cumpleaños, es uno de estos días que es mejor no pasar solo, sobre todo a tantos kilómetros de casa.
Hoy me levanté confuso y melancólico, el sol calentaba la carpa que había puesto en la playa en Manzanillo y me eché de cabeza en el agua para despertarme. Estuve ahí un rato, agarrándome a la soga de una lancha de pescador, anestesiado, pensando en mi ex, preguntándome si me habría enviado por lo menos un e-mail.
Al terminar, la funcionaria de migración además me desea un buen año. El cambista de dinero que está parado al lado de la ventanilla me da una palmada sobre la espalda.
El puente no es mucho más ancho que las vías del tren para el que fue construido. Cuando paso sobre él siento resbalar las gomas del auto, aunque están bien encajadas entre los rieles. Siento como si estuviera en un carrito de montaña rusa.
Los agentes de migración del lado panameño son tipos amables y relajados. Debo cambiar mis últimos colones por dólares, la moneda oficial de Panamá, y confío el dinero a un hombre apacible que me recuerda a Patrice Lumumba y parece ser un conocido de los agentes fronterizos. Aquí todos se conocen, tengan o no uniforme. Un vendedor de agua de coco fría, metida en bolsitas de plástico en una heladera, está observando el auto.
—Este es un Volkswagen, ¿verdad? —pregunta.
—Sí —dice el agente aduanero con quien acabo de llenar la ficha de importación temporaria—. Este no tiene radiador con agua, el motor se enfría con aire. ¿Y sabes por qué? Porque el escarabajo fue hecho para el desierto; fue utilizado por los nazis en la segunda guerra mundial.
Sobre su pasado nazi, el fabricante de este auto siempre fue muy discreto. Cuando sacaron los últimos modelos, la compañía editó un disco compacto interactivo y un libro de colección con la historia, pero hay un hueco de nueve años entre el diseño del modelo por Ferdinand Porsche, que data de 1936, y el momento en que las tropas británicas de ocupación en Alemania dieron la orden de construir veinte mil ejemplares del sedán, en 1945. ¿Qué pasó en todo ese tiempo, durante la guerra? El escarabajo, aparentemente, formó parte del cuerpo terrestre de Rommel en África. Probablemente demostró sus cualidades en las batallas entre los alemanes y los ingleses de Montgomery y quizás estos últimos se quedaron encantados por ese sencillo motor sin radiador.
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